Lugares rocosos
Un resumen de mis cuatro días en Irlanda, ha sido de los mejores viajes que he hecho. No quiero olvidarme de nada, así que detalle lo más que pude.
Nos despertamos temprano para llegar a la estación de tren de Heuston en Dublín. Amaneció nublado y, claro, lloviendo. Caminamos unas cuadras hasta la parada del autobús y al subirnos nos logramos resguardar un poco del viento y la lluvia.
Todo el trayecto fue el prefacio de lo que nos esperaba los siguientes días. Campos verdes con ovejas y vacas, casas sacadas de película, árboles tan verdes que parecían de plástico, lagos rodeados de piedras y flores.
Nuestra primera parada fue en el Castillo de Blarney, para ese momento ya no estaba lloviendo solo la acera estaba encharcada y aún caían gotas de los árboles. Escuchábamos diferentes tipos de pájaros que parecían darnos la bienvenida. Dentro del castillo, observamos las paredes viejas que gritaban su historia y nos subimos para besar la roca de la elocuencia. Puedo decir que, de vez en cuando, soy una persona supersticiosa, así que no podía perderme la oportunidad de obtener algo por besarla.
Caminamos un rato por los caminos y por los campos que habían, tratando de abarcar en poco tiempo todo lo que había por ver en ese lugar. Había un río precioso rodeado árboles y tulipanes blancos que fluía agresivamente. Mas adelante había una finca donde estaban las ovejas que emanaban una tranquilidad insondable. Una de ellas se levantó, se sacudió del pasto y, como si supiera que le iba a tomar una foto, volteo a la cámara y logré capturarla de frente. Esa foto ahora es una de mis favoritas.
Cuando nos dio hambre fuimos a la cafetería, comimos delicioso. Una sopa de tomate caliente con una rebanada de pan que asentó nuestros estómagos, un pan relleno de salchicha y otro de soya, ambos calientes como si estuvieran recién hechos.
Nos dirigimos a Cobh, donde vimos su catedral, St. Colmans, con estilo gótico, que estaba en una colina del pueblo. Desde ahí pudimos observar su puerto, los barcos que pasaban y sus casas coloridas que aliviaba a la ciudad de un cielo gris. La gente caminaba con abrigos y paraguas rápido como si sintiera la lluvia llegar. Fuimos al museo Cobh Heritage Center, donde nos narraron la historia de la emigración irlandesa y cómo se dispersaron por diferentes partes del mundo al estar pasando por tiempos difíciles, y tenían un área de conmemoración a los dos trágicos accidentes marítimos: el Titanic y Luisitania.
Esa noche dormimos en Killarney, un pueblo pequeño lleno de vida y colores en cada esquina. Los bares estaban repletos de grupos de jóvenes que cantaban, fumaban y platicaban.
El tercer día hicimos lo que se llama Ring of Kerry. Es un circuito donde recorres varios puntos del suroeste de Irlanda. El cielo seguía nublado, queriendo llover, pero las nubes se contuvieron en el día, permitiéndonos visualizar la belleza de la naturaleza.
Paramos en un restaurante donde nos ofrecieron a todos, como cortesía, un vaso de Baileys con chocolate. Estaba frío, y con cada sorbo sentía como mi garganta se suavizaba por la crema. Todos veíamos el lugar con asombro, era amplio y tenía en las paredes fotografías de personas reconocidas, y adornos de barcos y animales. Tenían música irlandesa puesta, y una chica que venía con nosotras se paró en el pasillo de la entrada, colocó sus brazos detrás de su espalda y cruzó su pie derecho por atrás. Empezó a bailar la canción, su cuerpo se movía como si hubiera esperado este momento toda la vida. No veía a nadie, sus ojos estaban enfocados en la música y todos empezamos a aplaudir al unísono. Termino de bailar y sonrió.
Seguimos el recorrido hasta terminarlo. Paisajes verdes llenos de ovejas y vacas que parecían no acabarse, la costa a un lado, lagos y ríos que reflejaban el cielo, el viento moviendo los árboles. En cada parada se respiraba una paz combinada con soledad. Casas en medio de campos. Me preguntaba si había familias enteras viviendo allí, o sí eran personas jubiladas que se habían cansado de la ciudad y decidieron aislarse para recuperar el tiempo que no tuvieron con ellos mismos, y de pronto, en mi propia mente, me convertía en esas personas, buscando irme del ruido, encontrar ese tiempo que he perdido en una ciudad tan caótica
Que más podíamos pedir. Era un sin fin de pensamientos causados por el asombro de ver tal belleza, tanta paz en un solo lugar, que nos hacía querer quedarnos allí. Pensamos que no podíamos ver algo más hermoso, pero el día siguiente nos demostró que sí.
El día nos despertó con un sol metiéndose por las ventanas. Por un momento creí, y lo acepté, que durante el viaje no tendríamos sol, pero ese día por fin salió. Nos subimos al camión, y nos dirigimos hacia el norte por toda la costa.
Llegamos a los famosos acantilados de Moher, un lugar que había en varias películas y desde entonces había tenido el sueño de conocerlos.
Con el sol dándonos a la cara subimos por el camino hacia la punta. Desde abajo solo veíamos el final del pasto, la punta del acantilado que era enorme. Un aire suave y frío rozaba nuestra piel, jalaba nuestro cabello y nos despeinaba. Toda la orilla del acantilado estaba cercada con piedras a la altura de mis hombros. Pasando el cercado, abajo, se encontraba el mar. El agua tenía un color aqua desde arriba, los pliegues que hacían las olas brillaban, el aire movía las olas y las olas golpeaban las rocas ocasionando un sonido como un suspiro.
Desde donde estaba, justo en el centro del lugar, podía ver hacia ambos lados parte del acantilado. El sol apuntaba hacia mi derecha, el acantilado hacía una curva pequeña y los matices de la tierra entre verde, amarillo, café y gris se discernían perfectamente. Hacia mi izquierda, contra luz, podía ver las cuatro puntas de los acantilados que aparecen en todas las fotos o películas de Irlanda. Imponían una autoridad que no conocía. No sé cómo describir lo que sentí, me sentí diminuta, sentí una vibración que se extendía en todo el lugar, una vibración que salía de lo más profundo de la tierra y traspasaba mis huesos, sentí que mi cuerpo gritaba y se aligeraba, sentí que podía mover el viento y el mar si tan solo cerraba mis ojos y alzaba mis manos, sentí que toda la música se encontraba ahí, en el sonido del pasto contra el viento, en el tronar de las olas, en el sonido de los pájaros.
La siguiente parada fue en Burren, significa lugar rocoso. El pasto estaba repleto de rocas, y entre ellas había flores pequeñas, rosas, blancas y amarillas. Mientras más lejos del agua, menos rocas había, mientras más te acercabas, tenías que caminar con más cuidado pues ya no había pasto, eran rocas y piedras y entre ellas habían espacios profundos donde corría el agua, y si no tenías cuidado tu pie se podía atorar.
Antes de haber visto el mar, ya se escuchaba, el mismo sonido que habíamos escuchado en los acantilados, solo más cerca, más fuerte. El agua salpicaba un poco en la parte más baja de la costa, pero si caminabas un poco a la izquierda, un paisaje increíble se pintaba en tus ojos. Cerré los ojos, alcé mi cabeza y abrí las palmas de mis manos. Me sentí una con la tierra, mis venas se convirtieron en raíces y mi sangre en agua del mar.



Seguimos nuestro camino. Sobre las rocas, vi un faro por primera vez, blanco de unos 5 metros. Un camino de madera llevaba a él. No me imaginaba como sería por dentro. Si alguien cuidaría de él, o ya no estaba en uso, si sería como en las películas, que un señor con barba blanca, sombrero pesquero, y pocas cosas dentro, viviría ahí.
Llegamos a Galway, un pueblo no tan pequeño con un puerto de donde salen barcos pesqueros y privados. Empezó a hacer más viento y el cielo se llenó un poco de nubes. Salimos para comprar algo de cenar a las 6 de la tarde y para conocer un poco el lugar. La mayoría de los restaurantes estaban llenos, pero todas las tiendas ya estaban cerradas lo cual silenció ciertas calles y trasladó el ruido hacia los bares y restaurantes. Había mucha gente buscando donde comer y tomando fotos de cada esquina, también muchos jóvenes riendo y tomando cerveza. El ambiente era muy cálido a pesar de que empezaba a sentirse frío. Justo en el centro de la ciudad, estaba un parque donde muchas personas estaban sentadas o acostadas, aprovechando las últimas horas de luz del día.
Era el último día en Irlanda, se veían gotas resbalar por las ventanas del cuarto del hotel y el cielo estaba completamente gris. Llovía mucho fuera y el viento estaba mucho más agresivo que otros días.
El ambiente se sentía más triste, las personas caminaban con sus cabezas agachadas, gorros que les cubrían hasta las cejas, y ropa que no dejaba ver rastros de piel. Entendí lo que el clima ocasionaba en este país, a pesar de ser un lugar hermoso, de tener una infinidad de paisajes de todo tipo, había cierta depresión causada por el clima.
Confieso que ese día me costó disfrutarlo.
Fuimos a ver un castillo, Kylemore Abbey. En el camino, la lluvia y el viento evitaban que se viera con claridad, se alcanzaban a ver un poco de lagos y de montañas, pero la vista estaba muy reducida. Independientemente de eso, se respiraba tranquilidad y paz.
Al llegar e intentar caminar a castillo, el viento jaló nuestros paraguas y los rompió, me cubría con un impermeable que me llegaba hasta las rodillas. Mis tenis terminaron empapados y todo mi cuerpo temblaba de frío.
Cuando vi el castillo por primera vez, fue como convertirme en una niña de 5 años y estar viendo el castillo de alguna princesa. Estaba enorme, de ladrillos grises oscuros y claros, con coronas en los balcones, estaba rodeado de árboles con una montaña a sus espaldas, en la entrada había un jardín con tulipanes, y un lago enfrente. De ensueño. El interior estaba renovado, hecho museo, únicamente con los elementos clave para hacer la representación más exacta de lo que fue en aquellos tiempos.
Comimos en la cafetería del castillo un a sopa caliente de tomate y albahaca, se había hecho nuestra favorita, y un pedazo de quiché de verduras con dos bolas de puré de papa. De postre nos llevamos tres panes daneses chicos rellenos de zarzamora. Suaves, esponjosos y llenos de sabor.
Ya era momento de regresar a Galway para irnos a Dublín en tren. Tener nuestro último día en Irlanda. Cuando llegamos la lluvia cesó, pero el viento seguía, como todos los días.
Irlanda… Fuiste una experiencia que repetiría 100 veces más, puedo decirte que te admiro, y te quiero. No me gustan las despedidas porque eso significa dejar atrás y dejar que el presente se haga recuerdo, un recuerdo que poco a poco se distorsiona. Quisiera tatuarme todos los momentos y todos los colores, no olvidarlos y cuando la ciudad me colme la paciencia, cerrar los ojos y sentirme ahí, a un lado de la costa, sobre las rocas de Burren con el viento pegándome a la cara.
Gracias por permitirme estar en tus tierras, y mostrarme lo bueno, lo hermoso, y lo malo.